No quiero escribir un poema de amor porque quiero que hagamos la guerra en el sofá, en la cama y cada rincón de tu cuarto.
Quiero desordenarte las horas pero no la vida, que pongamos los cuadros al revés y el corazón al derecho, que no, que no quiero tener miedo porque eso es para cobardes y yo no quiero salir huyendo.
Que dicen que los peces de mar y de río no tienen futuro juntos pero a mí siempre me gustó nadar a contracorriente.
Que quiero que discutamos para que no se nos quede nada adentro y que del abrazo nazca una flor que reguemos cada día como hacía el Principito.
Que me saques de quicio para comprobar lo que voy a echar de menos cuando no estés.
No quiero escribir poemas de amor porque eso es para locos y yo estoy muy cuerda, tan cuerda como aquella que nos ata de color carmín de mis labios que ha esperado un año para hacerse visible en el momento preciso.
Que no quiero que me sanes porque yo no estoy enferma, que no te necesito, ni te quiero como una posesa.
Sólo elijo estar en tiempo presente, con las magulladuras del pasado y sin pensar en cualquier futuro inminente.
Lo dejo en manos del azar y el destino, y me lavo las manos... no quiero escribir un poema de amor, por eso recurro a ti y te escribo porque amor ya eres y yo estoy aquí disfrutando contigo.
A
menudo nos miramos al espejo en busca de defectos físicos de los que
acomplejarnos a sabiendas de que conviviremos con ellos hasta el
final de nuestra existencia. Pero realmente quién rebusca entre sus
entresijos más profundos y rasca hasta el fondo.
¿Soy
un cuerpo que hace sus movimientos gravitacionales atrayendo otros
cuerpos y haciendo una traslación automática?
¿Soy
aquella muñeca de trapo que me regaló mi abuela cuando tenía ocho
años?
¿Soy
la sonrisa de aquel anciano al que le subí las bolsas hasta su casa?
¿Soy
un conjunto de huesos, músculo y articulaciones?
¿Soy
mis ovarios cuando una vez al mes deciden sangrar por sí solos?
¿Soy
la sombra de ojos marrón y el pintalabios rojos que uso para ir a
trabajar?
¿Qué
soy? ¿Qué somos? ¿Quién soy?…
Quien
soy…
¿Soy
mis miedos más profundos o mis ambiciones?
¿La
forma en la que trato a mi madre o cómo le hablo al camarero de un
pub?
¿Estoy
siendo yo misma o simplemente lo que quiero que piensen los demás de
mí?
Estoy…
¿Qué estoy haciendo?
¿Por
qué lo hago? ¿Qué me impulsa a hacerme estas preguntas absurdas?
Absurdas
como mis complejos,
como
mis habladurías,
como
mis ganas de querer ser buena en algo sin esforzarme esperando
obtener más amor y reconocimiento de personas que en el día de
mañana jamás serán
y
así no aceptar la idea de que cuando muera moriré
y
no quedará nada más que un recuerdo que se esfuma lo que dura un
pestañeo.
Miedo.
¿Soy mi propio miedo?
Soy
mi miedo a verme expuesta a un inminente fracaso, a chocar contra el
muro y que no haya vuelta atrás.
Al
final sólo soy una persona con muchas preguntas y pocas certezas,
soy todo lo que he dicho y mis contradicciones diarias.
Soy
todo eso y la responsabilidad que conlleva ser la única que puede
solucionar las respuestas a todas mis preguntas. Y por eso tengo
miedo, y por eso tenemos miedo.
Porque
nadie puede responderte.
Sólo
tú.
Y
quizás así podremos darle un sentido a esta vida tan caótica,
inverosímil, inexplicable y sobretodo, tan… finita.
La felicidad es un
estado infundado que aprendes a controlar con el tiempo para no
perderte ni un sólo segundo de la vida. Y sí. La vida es
maravillosa…
para aquellas personas que pueden permitirse un hogar,
una casa, que no les falte el pan sobre la mesa o vivan día tras día
alguna que otra masacre.
La vida es maravillosa si eres un hombre
blanco, heterosexual y normativo, con una ideología que no se salga
al resto del rebaño.
Seamos realistas, los cuentos de hadas no
existen. Las hadas dejaron de existir desde que tu familia te robó
la ilusión de la navidad con historias y mentiras, un efecto placebo
para nuestra frágil mente o tal vez, un sistema de condicionamiento
a través del reforzamiento positivo o negativo de Skinner para que
nos comportásemos bien.
No existe sombra sin
luz. No hay día sin noche. No hay orden sin caos. Altibajos.
Experiencias que te hacen como persona. ¿Quién eres? ¿A dónde
vas? ¿Qué estás haciendo para que esa montaña rusa no te den
ganas de vomitar? ¿Quién mató las mariposas del estómago cada vez
que hay una bajada de infarto? ¿Cuándo se nos apagó el chip de
confiar en los demás?
“La verdad te hace
libre” dice la biblia. ¿Pero seguirías a mi lado si supiéses la
verdad? Cada uno tenemos nuestro propio término de la verdad y no
existe alguna que sea absoluta, todo depende de las circunstancias
pero a veces no tenemos excusas, somos así, sin más. ¿Me seguirías
queriendo si sabes que he matado a alguien? ¿Que en realidad soy esa
que se mira al espejo pero no puede mantenerse la mirada porque se ve
indefensa? ¿Y si soy contrabandista? ¿O estuve en un reformatorio y
después la cárcel? Y si te digo que sólo soy víctima de un
sistema que no defiende mis derechos como persona… Que todo está
justificado. ¿Y si me creo mi propia mentira?
La verdad te hace
libre, sí, pero los demás no quieren escucharla. Quieren que seas
perfecta, que estés bien, “pero oye, sonríe que estás más
guapa”, “no estés mal, jo”, “sí tía, pero oye, yo pasé
por lo mismo, de hecho el otro día tuve que… blabla” y así nos
pasamos la vida. Queriendo que nos escuchen, con afán de
protagonismo, seres egoístas con una gran dependencia hacia la
atención del resto de la sala, todos queriendo explotar para soltar
su mierda y sentirse mejor aunque sea pisoteando el momento de la
otra persona. Y el que no habla, observa y escucha. Se lo traga. Y va
hundiéndose en su propia miseria sintiéndose cada vez peor por no
ser tan capaz como el resto.
Yo no soy escritora.
No sé muy bien lo que soy pero sí sé que cada vez me hago más
preguntas y respondo menos a las de los demás.
Yo no tengo una vida
maravillosa. Pero hago que lo sea.
Yo no tengo la verdad absoluta
pero mantengo la cordura de mi locura.
Soy una superviviente de mis
propias decisiones, del azar y del “eso nunca me va a pasar a mí”,
hasta que pasa.
Independientemente
de lo que sea estoy aquí, sin saber muy bien por qué escribo estas
líneas.
Yo también he
pensado en qué pasaría si dejase de existir. En si me tirase en el
momento justo en el que pasa el tren de las 10:15 terminaría todo y
no tendría que verme fracasando, enfrentándome una vez más a otra
situación difícil en la que ya no me quedan más fuerzas para
seguir luchando. Y lo que me hace sentir peor es saber que no es para
tanto. Que hay miles de inocentes sufriendo de verdad y yo estoy
desaprovechando las horas que sí que me gustaría disfrutar sin
comerme la puta cabeza por la mañana ni el techo por la noche. El
sentimiento de soledad que me acoge y acompaña porque nadie puede
sacarme del agujero más que yo. Vagando en una dulce contradicción
de querer encontrar a esas personas que sean familia y hogar para mí
pero sentirme vacía con las que están a mi alrededor. De no querer
depender de nadie porque me hace débil, porque es lo que me han
metido en la cabeza y todavía no puedo desprenderme de eso.
Si estoy escribiendo esto no es para victimizarme. Es una carta de esperanza para aquel o
aquella que me esté leyendo, es una carta de mí para mí que me recuerdo que no estoy sola mientras me tenga a mí y que aprenderé poquito a
poco a poder mirarme al espejo.
Porque la vida es una obra de teatro.
No te conformes con hacer un triste papel, la felicidad es
relativa, sé más que un guión que se repite incesante, dirígela, ponte bien
en el centro y vívela, el técnico de luces se encargará de
enfocarte y apagar los focos cuando sea necesario, aprenderás a
hablar delante del público y a improvisar con esos imprevistos de
última hora, incluso a ser tu propio espectador.
No te rindas.
Y
cuando pienses en aquel tren de las 10:15 sé mejor, cógelo.
Algunas oportunidades solo pasan una vez como la vida finita que tenemos. Sólo una. Y no aprovecharla a tiempo, amigo mío, sí que sería
una verdadera obra trágica.