Corretea inocente por los habitáculos más sombríos del lugar,
cautiva de su propia luz que no pasa desapercibida por el
resto de impíos.
Su belleza es presa fácil de serpientes disfrazadas de
falsos protectores
que sin dejar huella se arrastran silenciosamente tras su
contoneo.
Y en tan sólo lo que dura un pestañeo,
la vida le cambia a la cándida niña
que ahora es mujer a la fuerza, punto de no retorno,
su sonrisa se
desvanece con el viento, como lo hacen las hojas en otoño.
La serpiente acorrala a su joven botín,
asfixiándola en zona santa para salir impune de sus pecados,
introduciéndole los colmillos con soltura, fruto de sus
contiendas
con otras pobres víctimas, en su flor.
Mientras, el veneno va esparciéndose por sus venas
transformándola en un ser oscuro,
castigada a sostener un peso que no le corresponde,
señalada por el resto de mortales por ser mujer,
por dejarse morder.
La convirtieron en el monstruo que hoy es,
en el monstruo que fueron con ella
y sin embargo todavía nos atrevemos a juzgar
su mirada impertérrita e impasible cada vez que abre los
ojos.
Hoy día, ella es Medusa, la malvada arpía;
él, Poseidón, dios de océanos y mares.
Y todavía nos preguntamos qué estamos haciendo mal.